
Nadie dudaría en excluir a un escritor, por encumbrado o Nobel que sea, si integrara un movimiento de apología a cualquier genocidio, exterminio o cualquiera forma de incitación a cometer crímenes contra la humanidad, o aun simples delitos que afecten derechos subjetivos. Nadie diría que impedir la palabra ilícita sea una forma de la censura, tampoco nuestra compañera Presidenta.
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