Por Jorge P. Colmán: Una carta escrita en 1,848 muestra al libertador José de San Martín planteando su pensión por los servicios prestados al Perú. La misma estaba dirigida al presidente del Perú, Ramón Castilla, invocando una "pensión justa".
San Martín contaba con 71 años, estaba casi ciego, y abandonado por los países que libertó, en un exilio obligado por no querer participar de conflictos internos de su patria. En la carta hace un balance de su participación en la revolución y demuestra un enorme conocimiento de lo que ocurría en Europa.
Las mezquindades de los porteños en Buenos Aires son resaltados y fueron el argumento fundamental de su partida. Hoy recordamos al General y su sable, en un pasaje justo hacia el Museo Histórico Nacional.
Lima Boulogne-sur-Mer, septiembre 11 de 1848.
Respetable general y señor:
Su muy apreciable y franca carta del 13 de mayo la he recibido con la mayor satisfacción; ella no fue contestada por el paquete del mes pasado en razón de no haber llegado a mi poder que con un fuerte atraso, es decir, el 30 de agosto, tres días después de la salida del paquete de Panamá.
Usted me hace una exposición de su carrera militar bien interesante; a mi turno permítame le dé un extracto de la mía. Como usted, yo serví en el ejército español, en la Península, desde la edad de trece a treinta y cuatro años, hasta el grado de teniente coronel de caballería. Una reunión de americanos, en Cádiz, sabedores de los primeros movimientos acaecidos en Caracas, Buenos Aires, etcétera, resolvimos regresar cada uno al país de nuestro nacimiento, a fin de prestarle nuestros servicios en la lucha, pues calculábamos se había de empeñar. Yo llegué a Buenos Aires, a principios de 1812; fui recibido por la Junta Gubernativa de aquella época, por uno de los vocales con favor y por los dos restantes con una desconfianza muy marcada; por otra parte, con muy pocas relaciones de familia, en mi propio país, y sin otro apoyo que mis buenos deseos de serle útil, sufrí este contraste con constancia, hasta que las circunstancias me pusieron en situación de disipar toda prevención, y poder seguir sin trabas las vicisitudes de la guerra de la Independencia. En el período de diez años de mi carrera pública, en diferentes mandos y estados, la política que me propuse seguir fue invariable en dos solos puntos, y que la suerte y circunstancias más que el cálculo favorecieron mis miras, especialmente en la primera, a saber, la de no mezclarme en los partidos que alternativamente dominaron en aquella época, en Buenos Aires, a lo que contribuyó mi ausencia de aquella capital por espacio de nueve años.
El segundo punto fue el de mirar a todos los Estados americanos, en que las fuerzas de mi mando penetraron, como Estados hermanos interesados todos en un santo y mismo fin.
Consecuente a este justísimo principio, mi primer paso era hacer declarar su independencia y crearles una fuerza militar propia que la asegurase.
He aquí, mi querido general, un corto análisis de mi vida pública seguida en América: yo hubiera tenido la más completa satisfacción habiéndola puesto fin con la terminación de la guerra de la independencia en el Perú, pero mi entrevista en Guayaquil con el general Bolívar me convenció (no obstante sus protestas) que el solo obstáculo de su venida al Perú con el ejército de su mando, no era otro que la presencia del general San Martín, a pesar de la sinceridad con que le ofrecí ponerme bajo sus órdenes con todas las fuerzas de que yo disponía.
Si algún servicio tiene que agradecerme la América, es el de mi retirada de Lima, paso que no sólo comprometía mi honor y reputación, sino que me era tanto más sensible, cuanto que conocía que con las fuerzas reunidas de Colombia, la guerra de la Independencia hubiera sido terminada en todo el año 23. Pero este costoso sacrificio, y el no pequeño de tener que guardar un silencio absoluto (tan necesario en aquellas circunstancias), de los motivos que me obligaron a dar este paso, son esfuerzos que usted podrá calcular y que no está al alcance de todos el poderlos apreciar. Ahora sólo me resta para terminar mi exposición decir a usted las razones que motivaron el ostracismo voluntario de mi patria.
De regreso de Lima fui a habitar una chacra que poseo a las inmediaciones de Mendoza: ni este absoluto retiro, ni el haber cortado con estudio todas mis antiguas relaciones, y sobre todo, la garantía que ofrecía mi conducta desprendida de toda facción o partido en el transcurso de mi carrera pública, no pudieron ponerme a cubierto de las desconfianzas del gobierno que en esta época existía en Buenos Aires: sus papeles ministeriales me hicieron una guerra sostenida, exponiendo que un soldado afortunado se proponía someter la República al régimen militar, y sustituir este sistema al orden legal y libre. Por otra parte, la oposición al gobierno se servía de mi nombre, y sin mi conocimiento ni aprobación manifestaba en sus periódicos, que yo era el solo hombre capaz de organizar el Estado y reunir las provincias que se hallaban en disidencia con la capital. En estas circunstancias me convencí que, por desgracia mía, había figurado en la revolución más de lo que yo había deseado, lo que me impediría poder seguir entre los partidos una línea de conducta imparcial: en su consecuencia, y para disipar toda idea de ambición a ningún género de mando, me embarqué para Europa, en donde permanecí hasta el año 29, que invitado tanto por el gobierno, como por varios amigos que me demostraban las garantías de orden y tranquilidad que ofrecía el país, regresé a Buenos Aires. Por desgracia mía, a mi arribo a esta ciudad me encontré con la revolución del general Lavalle, y sin desembarcar regresé otra vez a Europa, prefiriendo este nuevo destierro a verme obligado a tomar parte en sus disensiones civiles. A la edad avanzada de 71 años, una salud enteramente arruinada y casi ciego con la enfermedad de cataratas, esperaba, aunque contra todos mis deseos, terminar en este país una vida achacosa; pero los sucesos ocurridos desde febrero han puesto en problema dónde iré a dejar mis huesos, aunque por mí personalmente no trepidaría en permanecer en este país, pero no puedo exponer mi familia a las vicisitudes y consecuencias de la revolución.
Será para mí una satisfacción entablar con usted una correspondencia seguida: pero mi falta de vista me obliga a servirme de mano ajena lo que me contraría infinito, pues acostumbrado toda mi vida a escribir por mí mismo mi correspondencia particular, me cuesta un trabajo y dificultad increíble el dictar una carta por la falta de costumbre; así espero que usted dispensará las incorrecciones que encuentre.
Los cuatro años de orden y prosperidad que bajo el mando de usted han hecho conocer a los peruanos las ventajas que por tanto tiempo les eran desconocidas no serán arrancados fácilmente por una minoría ambiciosa y turbulenta. Por otra parte, yo estoy convencido que las máximas subversivas que a imitación de la Francia quieren introducir en ese país, encontrarán en todo honrado peruano, así como en el jefe que los preside, un escollo insuperable: de todos modos es necesario que los buenos peruanos interesados en sostener un gobierno justo, no olviden la máxima que más ruido hacen diez hombres que gritan que cien mil que están callados. Por regla general los revolucionarios de profesión son hombres de acción y bullangueros; por el contrario los hombres de orden no se ponen en evidencia sino con reserva: la revolución de febrero en Francia ha demostrado está verdad muy claramente, pues una minoría imperceptible y despreciada por sus máximas subversivas de todo orden, ha impuesto por su audiencia a treinta y cuatro millones de habitantes la situación crítica en que se halla este país.
El transcurso del tiempo que parecía deber mejorar la situación de la Francia después de la revolución de febrero, no ha producido ningún cambio y continúa la misma o peor tanto por los sucesos del 15 de mayo y los de junio, como por la ninguna confianza que inspiran en general los hombres que en la actualidad se hallan al frente de la administración. Las máximas de odio infiltradas por los demagogos a la clase trabajadora contra los que poseen, los diferentes y poderosos partidos en que está dividida la Nación, la incertidumbre de una guerra general muy probable en Europa, la paralización de la industria, el aumento de gastos para un ejército de quinientos cincuenta mil hombres, la disminución notable de las entradas y la desconfianza en las transacciones comerciales, han hecho desaparecer la seguridad base del crédito público: este triste cuadro no es el más alarmante para los hombres políticos del país; la gran dificultad es el alimentar en medio de la paralización industriosa, un millón y medio o dos millones de trabajadores que se encontrarán sin ocupación el próximo invierno y privados de todo recurso de existencia: este porvenir inspira una gran desconfianza, especialmente en París donde todos los habitantes que tienen algo que perder desean ardientemente que el actual estado de sitio continúe, prefiriendo el gobierno del sable militar a caer en poder de los partidos socialistas. Me resumo, el estado de desquicio y trastorno en que se halla la Francia, igualmente que una gran parte de la Europa, no permite fijar las ideas sobre las consecuencias y desenlace de esta inmensa revolución, pero lo que presenta más probabilidades en el día es una guerra civil la que será difícil de evitar; a menos que, para distraer a los partidos, no se recurra a una guerra europea acompañada de la propaganda revolucionaria, medio funesto pero que los hombres de partidos no consultan las consecuencias.
Un millón de gracias por sus francos ofrecimientos; yo los creo tanto más sinceros cuanto son hechos a un hombre que, por su edad y achaques, es de una entera nulidad; yo los acepto para una sola cosa, a saber, rogar a usted que los alcances que resultan de los ajustes de mi pensión hechos por esas oficinas puedan, si es de justicia, ser reconocidos por el Estado; pero con la precisa circunstancia de que nada será satisfecho hasta después de mi fallecimiento, en que mis hijos encuentren este cuerpo de reserva para su existencia. Esta carta es demasiado larga para un jefe que tiene que ocuparse de asuntos de gran tamaño: en las subsiguientes tendré presente esta consideración. Al demostrar a usted mi agradecimiento por los sentimientos que me manifiesta en su carta, reciba usted, mi apreciable general, mis votos sinceros porque el acierto presida a todas sus deliberaciones, permitiéndome al mismo tiempo la honra de titularse amigo de usted. Su servidor Q. S. M. B.
José de San Martín
Revista Peruana, Lima 1879, tomo II, págs. 40-43
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